Por Horacio González *
En 1415 tuvo lugar la batalla de Agincourt, tema para especialistas en historia inglesa. Se recordaría menos si no la hubiera tomado Shakespeare en su Enrique V.
El monólogo que pone en boca del rey Enrique es una formidable pieza que llama a no decaer nunca en el entusiasmo, a pesar de la inferioridad de condiciones.
Pero el monólogo no es el del mero entusiasta, por encima de una realidad desfavorable. Se trataba de preguntarse por las bases mismas de la acción, la emotividad del hombre político que renace ante el umbral mismo del fracaso o el desastre.
El discurso de Enrique V consistía en un brebaje, tomado de un solo sorbo, compuesto por el elixir del honor. El día de la batalla, ese “día de San Crispín”, iba a ser siempre recordado, cualquiera fuera el resultado, por componer una refundación de la vida en común. La hermandad de los valientes en medio de una empresa casi imposible. Entonces, con su horror y sus muertos, la batalla fundaría una nueva estirpe heroica, aunque no vanidosa. Sólo vigente en un callado recuerdo.
La batalla de Azincourt (o Agincourt) fue una inesperada victoria que las fuerzas inglesas lograron sobre las tropas francesas en el otoño de 1415 en esta población del norte de Francia, en el transcurso de la guerra de los Cien Años. Azincourt fue un hito clave de ese larguísimo conflicto, que dio inicio a una nueva fase del mismo, en que los ingleses se apoderaron de media Francia. Superados ampliamente en número (sextuplicados, según algunas fuentes), los soldados de Enrique V de Inglaterra pretendían restaurar los derechos de su rey sobre los territorios que su corona poseía en Francia.
En 1415 tuvo lugar la batalla de Agincourt, tema para especialistas en historia inglesa. Se recordaría menos si no la hubiera tomado Shakespeare en su Enrique V.
El monólogo que pone en boca del rey Enrique es una formidable pieza que llama a no decaer nunca en el entusiasmo, a pesar de la inferioridad de condiciones.
Pero el monólogo no es el del mero entusiasta, por encima de una realidad desfavorable. Se trataba de preguntarse por las bases mismas de la acción, la emotividad del hombre político que renace ante el umbral mismo del fracaso o el desastre.
El discurso de Enrique V consistía en un brebaje, tomado de un solo sorbo, compuesto por el elixir del honor. El día de la batalla, ese “día de San Crispín”, iba a ser siempre recordado, cualquiera fuera el resultado, por componer una refundación de la vida en común. La hermandad de los valientes en medio de una empresa casi imposible. Entonces, con su horror y sus muertos, la batalla fundaría una nueva estirpe heroica, aunque no vanidosa. Sólo vigente en un callado recuerdo.
La batalla de Azincourt (o Agincourt) fue una inesperada victoria que las fuerzas inglesas lograron sobre las tropas francesas en el otoño de 1415 en esta población del norte de Francia, en el transcurso de la guerra de los Cien Años. Azincourt fue un hito clave de ese larguísimo conflicto, que dio inicio a una nueva fase del mismo, en que los ingleses se apoderaron de media Francia. Superados ampliamente en número (sextuplicados, según algunas fuentes), los soldados de Enrique V de Inglaterra pretendían restaurar los derechos de su rey sobre los territorios que su corona poseía en Francia.

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